domingo, 18 de noviembre de 2012

El sentido del humor

Se me quedó mirando divertido. Sonreí y volví al libro que estaba leyendo. Hacía fresco, así que me ajusté un poco el cuello del jersey y cubrí mis manos cuanto pude con las mangas. Qué simpatía, la de los niños. Ya puede ser uno la exaltación malhumorada de la apatía, que a ellos poco les importa. Te miran y algo en ti (quizá es muy egocéntrico pensar que es así) les hace sonreír. Tampoco sé si la criatura estaba sonriendo antes de que le devolviera la mirada o si comenzó en ese preciso instante, porque la extrañeza de la diversión que aparentemente le causaba me había distraído del orden de las cosas. Entonces, ¿sería simplemente un acto reflejo al contacto visual mutuo con otro ser humano – algo así como una costumbre social adquirida por genética o mimetismo – o sería, más bien, que la observación de o por mi individuo le brindaba algún placer a su sentido del humor de andar por el jardín de infancia? Si es que se podía decir que tuviera sentido del humor, claro. Levanté un momento la vista de las líneas para sopesar las posibilidades: debía tener cuatro o cinco años, estaba allí sentado al lado de su madre (que estaba en clara actitud de espera) jugando lleno de curiosidad con los botones de su chaqueta y con el cráneo embolsado en uno de esos gorritos con apéndices para tapar las orejas. Alguna vez había presenciado en casa de algún familiar o amigo cómo niños en un estado de desarrollo similar al de aquél lanzaban estridentes carcajadas viendo esos dibujos animados de argumento y apariencia fundamentalmente fea y surrealista. Eso quería decir que debía haber algo en ellos que les hiciera estallar en risotadas respondiendo a algunas sensaciones, por lo que podríamos pensar que sí, tienen sentido del humor. Pero aún sabiendo ahora que lo tenían, aún no podía decidir si la diversión de la mirada del niño era fruto únicamente de la simpatía social o si le había despertado – aunque de forma mucho menos intensa – las mismas sensaciones que le llevaban frente al televisor a hacer vibrar el aire que lo rodeaba de aquella forma tan macabra y tan natural para nosotros a la vez que es la carcajada. En caso de tratarse de lo segundo, ¿quería esto decir que – al menos no fundamentalmente, por la menor intensidad – había algo en mí feo y surrealista? ¿Debía compartir con aquellos dibujos algo de su ridícula excentricidad?

En ese momento batallé por unos instantes con las esquinas de las páginas hasta que logré separar en la que me encontraba de las demás. Y fue al pasarla cuando noté que llevaba bastantes párrafos procesando las palabras con la vista pero sin leerlas realmente. Decidí volver atrás y buscar el punto en que me había alejado de lo que Hermann Hesse me estaba diciendo sobre su lobo estepario y me concentré por completo en ello. Al fin y al cabo, era un inocente chiquillo, simpático y distraído. Al llegar nuevamente al paso de página, llegó ese alguien a quien esperaban – la madre activamente y el simpático hijo pasivamente – y me distraje. Acabé el párrafo y comprobé que iba siendo hora de volver a casa en busca de calor y cobijo. Para cerciorarme de que el frío era suficiente para dejar aquel banco que tanto me gustaba, solté una bocanada de aire caliente y pude contrastarla con claridad y definición contra el resto del aire, como si se tratara de una bocanada de humo o de una nube. Entonces vi que el niño lo había visto y me miraba separando los párpados y ayudándose para ello de un levantamiento de cejas, como si quisiera abrir los párpados más allá de las cuencas oculares. Un segundo después, soltó una bocanada de aire imitándome a la perfección, y al apreciar los mismos efectos, rió. No duró mucho su risa, pero mientras reía, volvió a mirarme y me dedicó parte de sus grititos. Era como si aquel renacuajo, tras la sorpresa de lo que yo podía hacer, se riera de haberlo realizado él también. Había observado algo que inicialmente le había chocado y acto seguido y tras ver que era sencillo como el respirar – nunca mejor dicho – , reía triunfante. Me sentí feo y surrealista, a la vez que patéticamente humillado al haber pensado que el chaval se estaba riendo de mí. Era un inocente y simpático crío, divertido ante la novedad de expulsar aire de color y que me hacía cómplice de su descubrimiento y diversión. La madre y el recién llegado – que supuse que sería el padre – cogieron cada uno de una mano al pequeño y encaminaron el paso mientras él aún miraba atrás para sonreírme por última vez. Cerré El lobo estepario, me ajusté un poco el cuello del jersey, encajé el libro entre mi brazo y mi caja torácica, metí las manos en los bolsillos y eché a andar maldiciendo aquellos dibujos animados fundamentalmente feos y surrealistas que trastornaban mi humor dejando intacto el de tantas inocentes criaturas. 

viernes, 21 de septiembre de 2012

La gran torre

Me despierta mamá y me dice que me duche, que tenemos que salir. Como sé que hoy es el día, hago caso y salto de la cama. Cuando salgo de la habitación, me giro y enciendo la luz de dentro. Ahora ha desaparecido, es otra diferente. Creo que los interruptores de nuestra casa transforman las habitaciones. La luz del baño está encendida. Entro, me desnudo y me meto bajo el chorro de agua. Cuando éste está apuntando a mis ojos, los abro para ver cómo inciden en mí las gotas de agua. Hoy son de un azul parecido al color de bolígrafo que siempre utilizo y tienen forma puntiaguda, así que vuelvo a cerrar los ojos para protegerlos.

Salgo y dejo que mi cuerpo se seque sin usar la toalla, viendo cómo el azul va dejando paso al color que mi piel tiene hoy (algo más rojizo que el habitual, algo más vivo). Antes de que se desvanezca, me fijo en el azul sobre mi cuerpo y reconozco que es más parecido al azul del cielo. Voy a la puerta de mi habitación, apago la luz desde fuera y entro contento de saber dónde están las cosas ahora que vuelve a ser mi habitación y no otra. Me visto con la ropa que ha dejado mamá preparada. Sé que no le gusta que me vista según mi criterio porque dice que mis gustos llaman mucho la atención y a ella no le gusta llamar la atención. A mí tampoco, pero no me doy cuenta de si la llamo.

En la puerta nos espera el hombre serio. Sonríe únicamente en el momento en que nos da los buenos días y luego su cara vuelve a caer como si hubiera levantado un camión con la musculatura facial. No me gusta ese hombre, pero dice mi madre que tiene que venir ahora que soy más vulnerable y no quiere que nada me haga daño. Salimos a la calle. El cielo está del color de mi piel, pero el gris del humo lo hace más sombrío. Los edificios están todos en ruinas y parece que los nubarrones que se ven a lo lejos vayan a hacer llover fuego en vez de agua. Debemos apagar el gran incendio.

Conforme vamos avanzando hacia el fuego veo más clara la urgencia con que debemos llegar a la gran torre. Cada vez con más nitidez, veo caer ráfagas de pequeños cúmulos de luz de color azul eléctrico, que dejan una estela de humo amarillo y cuando tocan el suelo provocan unas llamas carentes de luz que parecen consumirlo todo, pese a ser minúsculas. En un momento dado, una de estas ráfagas aterriza con suavidad cerca de donde estamos y corro hacia las llamas. Soplo con todas mis fuerzas, me quito la chaqueta e intento ahogarlas, pero el hombre serio me dice que no hay nada que hacer ahí, que debemos seguir nuestro camino y me quita la chaqueta.

Empiezo a correr, necesito llegar e informar a los magos. Ese incendio acabará con todos nosotros y con la existencia de gran parte del universo, en el mejor de los casos. Sin embargo, a pocos metros es como si a mi cuerpo lo retuviera algo. Miro hacia atrás y veo a mamá, mirándome con tristeza. Claro, ella no puede correr y mi cerebro no me permite dejarla atrás. Me pongo a su lado e intento tranquilizarla diciendo que llegaremos a tiempo para evitar este desastre.

Por fin llegamos a la gran torre. Recuerdo reconocer las letras gigantes que hay encima de la entrada, pero ahora es como si no pudiera ni percibirlas. Al cruzar la puerta, en lo que parece ser un segundo, todo el recorrido que debo hacer hasta la sala donde me esperan pasa ante mí con un desfilar frenético de puertas, escaleras y esquinas.

Al entrar a la estancia descubro que está iluminada por una especie de fuego carente de foco y que desprende una luz blanca que parece esterilizar el aire y purificar cuanto ilumina. Ante mí, los dos magos con su hábito en el centro y cuatro ayudantes pululando a su alrededor entretenidos con los preparativos. Ahora estoy tumbado sobre un lecho y los magos me cogen cada uno de un brazo, orientando las palmas de la mano y la zona del antebrazo que les prosigue hacia arriba. Pronuncian unas cuantas palabras el uno para el otro y el otro para el uno y me concentro en el techo. Empiezo a sentir una sensación extraña que nace de sus manos y tomo consciencia de lo que va a pasar a partir de ahora. Me colocan un casco negro que abarca todo el cuero cabelludo y el maxilar inferior y me piden que camine un rato, que sólo me tumbe cuando empiece a sentirme muy mareado. Me dejan solo allí, pero puedo oír sus voces a través del casco. También oigo a mamá y a Luís, Anna y Roger. Oigo el maullido de Kima. Parece ser que están todos conmigo.

Camino por la sala y empiezo a notar que el pulso va aminorando. Estoy bien, me encuentro bien. Si no fuera porque sé que me voy a morir tras ese mareo del que me han hablado, nunca se me pasaría por la cabeza que después de la sensación de paz que tenía ahora iba a venir el final. Es como si todas las culpas y las cargas y todos los enredos de pensamientos que siempre tenía hubieran desaparecido. Voy a morir, acabando de esta forma con las llamas, y después resucitaré. Estaré muerto tan poco tiempo que no hay peligro alguno para mis órganos vitales, pero será suficiente para que mi primer último aliento, junto al hechizo de los magos, acabe con toda la desintegración que estamos sufriendo.

Empiezo a impacientarme. Voy a poder sentir lo que es morirse con la tranquilidad de poder vivir después. ¿Cómo será la muerte? La sala está vacía y cada vez mis pensamientos son más difusos. Cruzo algunas palabras con los del otro lado del casco. “Bfff... Podía morirme ya, parece que nunca vaya a llegar”. Los magos empiezan a hablar algo agitados y entonces dejo de oírlos.

Parece que mi corazón casi no late. Siento que me cuesta respirar, como si la musculatura que controla las puertas de acceso del aire estuviera contrayéndose bajo las órdenes de la magia. Me siento algo mareado. Espero seguir siendo yo cuando vuelva a la vida. Quizá otra alma ocupe mi cuerpo antes de que me de tiempo a hacerlo a mí. ¿Y si no soy yo quien vuelve? ¿Y si no recuerdo a quienes tengo al otro lado del casco? ¿Y si no es suficiente para anular el fuego? Me tiembla todo. Estoy aterrorizado. Grito al casco lo que siento, agarrándome con fuerza a la zona que cubre el maxilar inferior. No quiero morir. Os quiero. No puedo morir, tengo miedo. Mi cuerpo no quiere morir. Os quiero. Os quiero. Estoy llorando y todos mis músculos luchan por vivir intentando encogerse para retener la vida dentro. He roto el trozo de casco al que estaba agarrado, todo está borroso. No tengo voz. ¿Cuánto hace que no respiro? ¿Cuánto tiempo lleva mi corazón sin latir? Un latido me quiebra por dentro y hace que todas las arterias de mi cuerpo se dilaten en la misma porción de tiempo. Después, un golpe lejano. Ya.

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- ¿Cómo sabe que se va a morir? ¡Dijimos que no debía saberlo, maldita sea!
- Lo siento, doctor, no podía hacerle eso. Es un adulto. Es mi hijo adulto.
- ¡Entrad ahí, su sistema se está colapsando! ¡Debemos impedir que pierda la consciencia!
- Sí, señor, ya vamos.
- Señora, hace un mes que dejó la medicación para poder hacerse este tratamiento. El cerebro de su hijo era ahora un bullidero de alucinaciones, obsesiones y vaya a saber cuántos tormentos más. Debo dejarla, me necesitan ahí dentro.
- Ya... Llegamos tarde. Está inconsciente.
- Señor, ya es tarde para equilibrarlo y parar el proceso.
- No podemos hacer nada, no funcionará ningún tipo de reanimación. Jiménez, quédese aquí, anote la hora de muerte y desconecte todas las máquinas. Los demás, volved a vuestras tareas. Dejad entrar a la madre del chico pero antes dejadle bien claro que ya es imposible recuperarlo, no quiero que reciba la noticia aquí dentro. 

miércoles, 22 de agosto de 2012

Alina


http://grooveshark.com/s/Fur+Alina/3NSYDN?src=5

No se lo podía creer. Carlos le había dicho que en la fiesta en su terraza de aquella noche le presentaría a alguien especial, pero no se imaginaba que fuera ella. Alina, la danza contemporánea personificada. Además, estaba claro que se la presentaba como a las otras chicas que le había presentado en los últimos meses y no como a alguien a quien sabía que admiraba, porque nada sabían los demás de su amor por la danza y por el arte en general. Como mucho, algunos habían visto los cuadros que tenía en su piso, aunque pensaban que aquello había sido cosa de su última pareja.

Así la conoció. Le fue a buscar una bebida, se apoyaron en la baranda y charlaron durante horas. A ratos miraban la ciudad, sus luces y el hormigueo de coches y personas de un sábado por la noche, pero cada vez más, se miraban el uno al otro. Ella llevaba la iniciativa, hacía las preguntas. Él disimulaba saber mucho sobre su vida profesional. Haberla visto sobre el escenario, dejando fluir lo que llevaba dentro o a veces derramándolo directamente como si el tablado necesitara refrescarse urgentemente, le llenaba mientras hablaban de una sensación de familiaridad, como si ya la conociera desde hacía mucho tiempo.

Al comienzo de una canción algo movida, Alina le preguntó si bailaba. Él dijo que era muy torpe y descoordinado y fue como si acabaran de pasar las doce de la noche y fuera nuevamente el ceniciento haraposo y sucio de siempre. Ella rió, le agarro por la muñeca y lo sacó a bailar. Más que bailar, compitieron a ver quién hacía los movimientos más patéticamente gracioso al ritmo (o no) de la música, cosa que lo hizo sentirse menos inseguro.

Al acabar la canción, jadeando ambos, ella le dijo: "sería muy de película que ahora empezara una canción lenta y romanticona". Y así sucedió. Muy de película. Ella lo agarró y colocó las manos de él sobre su cuerpo, en la correcta posición. Como llevaba pasando desde que se conocieron, ella dirigió. No hubo más de cine, no se fueron acercando lentamente hasta darse su primer beso, ni se hicieron planos cortos de la mirada de uno u otro en la que se leía claramente el enamoramiento o deseo. Bailaron y él acabó con la sensación de no haberlo hecho tan mal como se esperaba.

Después, volvió a sonar una canción animada y Alina lo llevó - otra vez de la muñeca - a la mesa donde estaban las bebidas. Cogió la primera botella con la que topó, le indicó que cogiera un par de copas con la mano libre y le dijo: "vamos a dar un paseo". Deambularon por las calles bebiendo y charlando. Ella le estaba pareciendo inteligente, sensible, cuidadosa con el trato y tolerante con su forma de ser. Sólo imponía acciones y el rumbo de la conversación, pero siempre por terrenos donde notara que él se sentía cómodo. Acabó su copa y la observó mientras ella le explicaba una anécdota simpática sobre una limpiadora bailando en su camerino. No sabía qué le hacía sentir más embriagado, si el alcohol o la piel pálida y suave de Alina.

Al acabar su relato escenificado, se le quedó mirando fijamente y ladeó un poco la cabeza, como si así fuera a saber dónde tenía él los pensamientos. Sonrió, lo agarró otra vez de la muñeca (empezaba a gustarle mucho el tacto con que lo hacía, pese a su determinación) y lo llevó hasta la escalinata de un hotel. Allí se sentaron y ella le preguntó más acerca de sus costumbres y gustos. Le preguntó si le apetecía subir, que arriba estarían más cómodos. Cuando se lo preguntó lo hizo estrechando su mano y no su muñeca por primera vez en la noche. Afirmó y - para sorpresa suya - Alina le guió al portal de al lado del hotel. Iban a subir a su piso, ella vivía allí.

En el ascensor, apretó el botón del ático, tal y como él esperaba. Se miraron, sonrieron y a él se le ocurrió empezar una conversación típica de ascensor (sobre el tiempo, en aquel caso). Ella rió y lo besó. Al entrar al piso la ropa voló, dejando el rastro del camino que ella le dictaba hasta llegar a una cama de matrimonio sin cabecera. Se deshicieron en pasión, pero la embriaguez y el miedo a echarlo a perder por parte de él no les dejaron gozar de sexo tal y como se lo conoce socialmente.

Él se irguió y observó el cuerpo desnudo de ella. No era huesuda ni tampoco excesivamente carnosa. Parecía que rebosara suavidad, en todos los aspectos: su suave y blanca piel se adaptaba a la perfección a sus formas suaves - sin contar que su carácter también le estaba pareciendo suave-. Empezó a recorrer cada centímetro cuadrado con sus manos y sus labios, intentando entender con el tacto la relación entre su belleza y las leyes de la aerodinámica. Le entristeció pensar que no había ido demasiado bien y quizás no volvería a poder regar aquellos campos con sus caricias y para ocultar esta sensación se tumbó perpendicularmente a ella, hecho un ovillo, y apoyó la cabeza en su pubis y siguió acariciándola con la mano. Ella le acarició el pelo tiernamente, gesto que intensificó la sensación que él tenía de ser la inocencia de la mano de la experiencia por un camino no recorrido hasta ahora. Después de pronunciar un tranquilo "me gusta", la respiración de Alina fue pasando paulatinamente de la consciencia al sueño.

Y allí quedó él, en la frontera entre su cuerpo y su dormido respirar. Repasó la noche, recordó una vez tras otra todas las palabras y movimientos que habían tenido lugar. Volvió a mirar aquella tez tantas veces como ya la había mirado desde la primera actuación en que la vio y pensó que le gustaba cómo le había tratado. Sin embargo, la experiencia con que parecía conducirlo y la rapidez con la que habían acabado sinceramente desnudos el uno sobre el otro le aterró. Pensó que esa facilidad que había tenido esta noche antes la habría tenido con otros muchos hombres y después de él con otros muchos. Esto le parecía normal, él no era nadie del otro mundo. Pero la idea de que también pasara en ese "durante" que él deseaba con todos los poros de la piel de Alina le dolía tanto como recordar antiguos desencuentros con mujeres de tez y personalidad tosca.

Tan despacio como recordaba haberlos superado, se fue apartando de Alina y de su cama. Recogió la ropa, descubriendo de esta forma la puerta al acabar de vestirse. Bajó y se fue caminando a su casa, pese a saber que tardaría horas. Horas que pasó lamentando que siempre le fuera tan mal con las mujeres.

lunes, 20 de agosto de 2012

Hábitos de lectura

Giró el libro y le quitó el precio. Siempre disfrutaba mucho de ese momento en que todo parecía acontecer a cámara lenta e irreductiblemente. Se tumbó y empezó el primer relato. Una semana después, habiéndose acabado el libro, se paró nuevamente ante la sección de aquel autor tan sintético en la librería. Hojeó algún que otro ejemplar prestando más bien poca atención. Se decidió por uno sin seguir ningún criterio y se fue a casa. Aquel le duró tres días, tras los cuales se volvió a encontrar delante del mismo anaquel de la tienda. Se acercó al dueño, le pidió que le recomendara algún autor nada sintético y salió a la calle pensando en la posibilidad de que aquello fuera a cambiar el transcurso de las cosas.