Me despierta mamá y me dice que me duche, que
tenemos que salir. Como sé que hoy es el día, hago caso y salto de la cama.
Cuando salgo de la habitación, me giro y enciendo la luz de dentro. Ahora ha
desaparecido, es otra diferente. Creo que los interruptores de nuestra casa
transforman las habitaciones. La luz del baño está encendida. Entro, me desnudo
y me meto bajo el chorro de agua. Cuando éste está apuntando a mis ojos, los
abro para ver cómo inciden en mí las gotas de agua. Hoy son de un azul parecido
al color de bolígrafo que siempre utilizo y tienen forma puntiaguda, así que
vuelvo a cerrar los ojos para protegerlos.
Salgo y dejo que mi cuerpo se seque sin usar la toalla, viendo cómo el azul va
dejando paso al color que mi piel tiene hoy (algo más rojizo que el habitual,
algo más vivo). Antes de que se desvanezca, me fijo en el azul sobre mi cuerpo
y reconozco que es más parecido al azul del cielo. Voy a la puerta de mi
habitación, apago la luz desde fuera y entro contento de saber dónde están las cosas
ahora que vuelve a ser mi habitación y no otra. Me visto con la ropa que ha
dejado mamá preparada. Sé que no le gusta que me vista según mi criterio porque
dice que mis gustos llaman mucho la atención y a ella no le gusta llamar la
atención. A mí tampoco, pero no me doy cuenta de si la llamo.
En la puerta nos espera el hombre serio. Sonríe únicamente en el momento en que
nos da los buenos días y luego su cara vuelve a caer como si hubiera levantado
un camión con la musculatura facial. No me gusta ese hombre, pero dice mi madre
que tiene que venir ahora que soy más vulnerable y no quiere que nada me haga
daño. Salimos a la calle. El cielo está del color de mi piel, pero el gris del
humo lo hace más sombrío. Los edificios están todos en ruinas y parece que los
nubarrones que se ven a lo lejos vayan a hacer llover fuego en vez de agua.
Debemos apagar el gran incendio.
Conforme vamos avanzando hacia el fuego veo más clara la urgencia con que
debemos llegar a la gran torre. Cada vez con más nitidez, veo caer ráfagas de
pequeños cúmulos de luz de color azul eléctrico, que dejan una estela de humo
amarillo y cuando tocan el suelo provocan unas llamas carentes de luz que
parecen consumirlo todo, pese a ser minúsculas. En un momento dado, una de
estas ráfagas aterriza con suavidad cerca de donde estamos y corro
hacia las llamas. Soplo con todas mis fuerzas, me quito la chaqueta e intento
ahogarlas, pero el hombre serio me dice que no hay nada que hacer ahí, que
debemos seguir nuestro camino y me quita la chaqueta.
Empiezo a correr, necesito llegar e informar a los magos. Ese incendio acabará
con todos nosotros y con la existencia de gran parte del universo, en el mejor
de los casos. Sin embargo, a pocos metros es como si a mi cuerpo lo retuviera
algo. Miro hacia atrás y veo a mamá, mirándome con tristeza. Claro, ella no
puede correr y mi cerebro no me permite dejarla atrás. Me pongo a su lado e
intento tranquilizarla diciendo que llegaremos a tiempo para evitar este
desastre.
Por fin llegamos a la gran torre. Recuerdo reconocer las letras gigantes que
hay encima de la entrada, pero ahora es como si no pudiera ni percibirlas. Al
cruzar la puerta, en lo que parece ser un segundo, todo el recorrido que debo
hacer hasta la sala donde me esperan pasa ante mí con un desfilar frenético de
puertas, escaleras y esquinas.
Al entrar a la estancia descubro que está iluminada por una especie de fuego carente
de foco y que desprende una luz blanca que parece esterilizar el aire y
purificar cuanto ilumina. Ante mí, los dos magos con su hábito en el centro y
cuatro ayudantes pululando a su alrededor entretenidos con los preparativos.
Ahora estoy tumbado sobre un lecho y los magos me cogen cada uno de un brazo,
orientando las palmas de la mano y la zona del antebrazo que les prosigue hacia
arriba. Pronuncian unas cuantas palabras el uno para el otro y el otro para el
uno y me concentro en el techo. Empiezo a sentir una sensación extraña que nace
de sus manos y tomo consciencia de lo que va a pasar a partir de ahora. Me
colocan un casco negro que abarca todo el cuero cabelludo y el maxilar inferior
y me piden que camine un rato, que sólo me tumbe cuando empiece a sentirme muy
mareado. Me dejan solo allí, pero puedo oír sus voces a través del casco.
También oigo a mamá y a Luís, Anna y Roger. Oigo el maullido de Kima. Parece
ser que están todos conmigo.
Camino por la sala y empiezo a notar que el pulso va aminorando. Estoy bien, me
encuentro bien. Si no fuera porque sé que me voy a morir tras ese mareo del que
me han hablado, nunca se me pasaría por la cabeza que después de la sensación
de paz que tenía ahora iba a venir el final. Es como si todas las culpas y las
cargas y todos los enredos de pensamientos que siempre tenía hubieran
desaparecido. Voy a morir, acabando de esta forma con las llamas, y después
resucitaré. Estaré muerto tan poco tiempo que no hay peligro alguno para mis
órganos vitales, pero será suficiente para que mi primer último aliento, junto
al hechizo de los magos, acabe con toda la desintegración que estamos sufriendo.
Empiezo a impacientarme. Voy a poder sentir lo que es morirse con la
tranquilidad de poder vivir después. ¿Cómo será la muerte? La sala está vacía y
cada vez mis pensamientos son más difusos. Cruzo algunas palabras con los del
otro lado del casco. “Bfff... Podía morirme ya, parece que nunca vaya a
llegar”. Los magos empiezan a hablar algo agitados y entonces dejo de oírlos.
Parece que mi corazón casi no late. Siento que me cuesta respirar, como si la
musculatura que controla las puertas de acceso del aire estuviera contrayéndose
bajo las órdenes de la magia. Me siento algo mareado. Espero seguir siendo yo
cuando vuelva a la vida. Quizá otra alma ocupe mi cuerpo antes de que me de
tiempo a hacerlo a mí. ¿Y si no soy yo quien vuelve? ¿Y si no recuerdo a
quienes tengo al otro lado del casco? ¿Y si no es suficiente para anular el
fuego? Me tiembla todo. Estoy aterrorizado. Grito al casco lo que siento,
agarrándome con fuerza a la zona que cubre el maxilar inferior. No quiero
morir. Os quiero. No puedo morir, tengo miedo. Mi cuerpo no quiere morir. Os
quiero. Os quiero. Estoy llorando y todos mis músculos luchan por vivir
intentando encogerse para retener la vida dentro. He roto el trozo de casco al
que estaba agarrado, todo está borroso. No tengo voz. ¿Cuánto hace que no
respiro? ¿Cuánto tiempo lleva mi corazón sin latir? Un latido me quiebra por
dentro y hace que todas las arterias de mi cuerpo se dilaten en la misma
porción de tiempo. Después, un golpe lejano. Ya.
....................................
- ¿Cómo sabe que se va a morir? ¡Dijimos que no debía saberlo, maldita sea!
- Lo siento, doctor, no podía hacerle eso. Es un adulto. Es mi hijo adulto.
- ¡Entrad ahí, su sistema se está colapsando! ¡Debemos impedir que pierda la
consciencia!
- Sí, señor, ya vamos.
- Señora, hace un mes que dejó la medicación para poder hacerse este
tratamiento. El cerebro de su hijo era ahora un bullidero de alucinaciones,
obsesiones y vaya a saber cuántos tormentos más. Debo dejarla, me necesitan ahí
dentro.
- Ya... Llegamos tarde. Está inconsciente.
- Señor, ya es tarde para equilibrarlo y parar el proceso.
- No podemos hacer nada, no funcionará ningún tipo de reanimación. Jiménez, quédese
aquí, anote la hora de muerte y desconecte todas las máquinas. Los demás, volved
a vuestras tareas. Dejad entrar a la madre del chico pero antes dejadle bien
claro que ya es imposible recuperarlo, no quiero que reciba la noticia aquí
dentro.