viernes, 21 de septiembre de 2012

La gran torre

Me despierta mamá y me dice que me duche, que tenemos que salir. Como sé que hoy es el día, hago caso y salto de la cama. Cuando salgo de la habitación, me giro y enciendo la luz de dentro. Ahora ha desaparecido, es otra diferente. Creo que los interruptores de nuestra casa transforman las habitaciones. La luz del baño está encendida. Entro, me desnudo y me meto bajo el chorro de agua. Cuando éste está apuntando a mis ojos, los abro para ver cómo inciden en mí las gotas de agua. Hoy son de un azul parecido al color de bolígrafo que siempre utilizo y tienen forma puntiaguda, así que vuelvo a cerrar los ojos para protegerlos.

Salgo y dejo que mi cuerpo se seque sin usar la toalla, viendo cómo el azul va dejando paso al color que mi piel tiene hoy (algo más rojizo que el habitual, algo más vivo). Antes de que se desvanezca, me fijo en el azul sobre mi cuerpo y reconozco que es más parecido al azul del cielo. Voy a la puerta de mi habitación, apago la luz desde fuera y entro contento de saber dónde están las cosas ahora que vuelve a ser mi habitación y no otra. Me visto con la ropa que ha dejado mamá preparada. Sé que no le gusta que me vista según mi criterio porque dice que mis gustos llaman mucho la atención y a ella no le gusta llamar la atención. A mí tampoco, pero no me doy cuenta de si la llamo.

En la puerta nos espera el hombre serio. Sonríe únicamente en el momento en que nos da los buenos días y luego su cara vuelve a caer como si hubiera levantado un camión con la musculatura facial. No me gusta ese hombre, pero dice mi madre que tiene que venir ahora que soy más vulnerable y no quiere que nada me haga daño. Salimos a la calle. El cielo está del color de mi piel, pero el gris del humo lo hace más sombrío. Los edificios están todos en ruinas y parece que los nubarrones que se ven a lo lejos vayan a hacer llover fuego en vez de agua. Debemos apagar el gran incendio.

Conforme vamos avanzando hacia el fuego veo más clara la urgencia con que debemos llegar a la gran torre. Cada vez con más nitidez, veo caer ráfagas de pequeños cúmulos de luz de color azul eléctrico, que dejan una estela de humo amarillo y cuando tocan el suelo provocan unas llamas carentes de luz que parecen consumirlo todo, pese a ser minúsculas. En un momento dado, una de estas ráfagas aterriza con suavidad cerca de donde estamos y corro hacia las llamas. Soplo con todas mis fuerzas, me quito la chaqueta e intento ahogarlas, pero el hombre serio me dice que no hay nada que hacer ahí, que debemos seguir nuestro camino y me quita la chaqueta.

Empiezo a correr, necesito llegar e informar a los magos. Ese incendio acabará con todos nosotros y con la existencia de gran parte del universo, en el mejor de los casos. Sin embargo, a pocos metros es como si a mi cuerpo lo retuviera algo. Miro hacia atrás y veo a mamá, mirándome con tristeza. Claro, ella no puede correr y mi cerebro no me permite dejarla atrás. Me pongo a su lado e intento tranquilizarla diciendo que llegaremos a tiempo para evitar este desastre.

Por fin llegamos a la gran torre. Recuerdo reconocer las letras gigantes que hay encima de la entrada, pero ahora es como si no pudiera ni percibirlas. Al cruzar la puerta, en lo que parece ser un segundo, todo el recorrido que debo hacer hasta la sala donde me esperan pasa ante mí con un desfilar frenético de puertas, escaleras y esquinas.

Al entrar a la estancia descubro que está iluminada por una especie de fuego carente de foco y que desprende una luz blanca que parece esterilizar el aire y purificar cuanto ilumina. Ante mí, los dos magos con su hábito en el centro y cuatro ayudantes pululando a su alrededor entretenidos con los preparativos. Ahora estoy tumbado sobre un lecho y los magos me cogen cada uno de un brazo, orientando las palmas de la mano y la zona del antebrazo que les prosigue hacia arriba. Pronuncian unas cuantas palabras el uno para el otro y el otro para el uno y me concentro en el techo. Empiezo a sentir una sensación extraña que nace de sus manos y tomo consciencia de lo que va a pasar a partir de ahora. Me colocan un casco negro que abarca todo el cuero cabelludo y el maxilar inferior y me piden que camine un rato, que sólo me tumbe cuando empiece a sentirme muy mareado. Me dejan solo allí, pero puedo oír sus voces a través del casco. También oigo a mamá y a Luís, Anna y Roger. Oigo el maullido de Kima. Parece ser que están todos conmigo.

Camino por la sala y empiezo a notar que el pulso va aminorando. Estoy bien, me encuentro bien. Si no fuera porque sé que me voy a morir tras ese mareo del que me han hablado, nunca se me pasaría por la cabeza que después de la sensación de paz que tenía ahora iba a venir el final. Es como si todas las culpas y las cargas y todos los enredos de pensamientos que siempre tenía hubieran desaparecido. Voy a morir, acabando de esta forma con las llamas, y después resucitaré. Estaré muerto tan poco tiempo que no hay peligro alguno para mis órganos vitales, pero será suficiente para que mi primer último aliento, junto al hechizo de los magos, acabe con toda la desintegración que estamos sufriendo.

Empiezo a impacientarme. Voy a poder sentir lo que es morirse con la tranquilidad de poder vivir después. ¿Cómo será la muerte? La sala está vacía y cada vez mis pensamientos son más difusos. Cruzo algunas palabras con los del otro lado del casco. “Bfff... Podía morirme ya, parece que nunca vaya a llegar”. Los magos empiezan a hablar algo agitados y entonces dejo de oírlos.

Parece que mi corazón casi no late. Siento que me cuesta respirar, como si la musculatura que controla las puertas de acceso del aire estuviera contrayéndose bajo las órdenes de la magia. Me siento algo mareado. Espero seguir siendo yo cuando vuelva a la vida. Quizá otra alma ocupe mi cuerpo antes de que me de tiempo a hacerlo a mí. ¿Y si no soy yo quien vuelve? ¿Y si no recuerdo a quienes tengo al otro lado del casco? ¿Y si no es suficiente para anular el fuego? Me tiembla todo. Estoy aterrorizado. Grito al casco lo que siento, agarrándome con fuerza a la zona que cubre el maxilar inferior. No quiero morir. Os quiero. No puedo morir, tengo miedo. Mi cuerpo no quiere morir. Os quiero. Os quiero. Estoy llorando y todos mis músculos luchan por vivir intentando encogerse para retener la vida dentro. He roto el trozo de casco al que estaba agarrado, todo está borroso. No tengo voz. ¿Cuánto hace que no respiro? ¿Cuánto tiempo lleva mi corazón sin latir? Un latido me quiebra por dentro y hace que todas las arterias de mi cuerpo se dilaten en la misma porción de tiempo. Después, un golpe lejano. Ya.

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- ¿Cómo sabe que se va a morir? ¡Dijimos que no debía saberlo, maldita sea!
- Lo siento, doctor, no podía hacerle eso. Es un adulto. Es mi hijo adulto.
- ¡Entrad ahí, su sistema se está colapsando! ¡Debemos impedir que pierda la consciencia!
- Sí, señor, ya vamos.
- Señora, hace un mes que dejó la medicación para poder hacerse este tratamiento. El cerebro de su hijo era ahora un bullidero de alucinaciones, obsesiones y vaya a saber cuántos tormentos más. Debo dejarla, me necesitan ahí dentro.
- Ya... Llegamos tarde. Está inconsciente.
- Señor, ya es tarde para equilibrarlo y parar el proceso.
- No podemos hacer nada, no funcionará ningún tipo de reanimación. Jiménez, quédese aquí, anote la hora de muerte y desconecte todas las máquinas. Los demás, volved a vuestras tareas. Dejad entrar a la madre del chico pero antes dejadle bien claro que ya es imposible recuperarlo, no quiero que reciba la noticia aquí dentro.