martes, 23 de abril de 2013

La imposibilidad de escribir algo surrealista


En momentos así, me gusta pensar que estoy haciendo la fotosíntesis. Suelo hacerlo en días que estoy muy abatido. El sol es algo indispensable. Bueno, me refiero a que el día sea soleado, lo de que el sol es indispensable no sólo afecta al poder hacer la fotosíntesis, sino  también al hecho de ser. Sí, claro, la existencia del sol también depende de otros sucesos que originaron condiciones de esas que los cultos llaman "conditio sine qua non". Y así podríamos seguir hilando - o más bien deshilando - en lo que a mí se me antoja ahora mismo un no parar. Realmente no sé las razones que llevan a los físicos a afirmar que hubo un Big Bang. Me refiero a las razones científicas. La motivación primaria es clara: empezaron a deshilar  y deshilar y se hartaron. Son físicos, pero ante todo, son humanos. Mira, cuando llegue a casa ya tengo algo en lo que entretenerme: leer sobre el Big Bang.

Pero ahora me apetece estar un rato más aquí sentado. Efectivamente, que sea un día soleado es indispensable. Un banco en el que sentarse - orientado de forma que se tenga que cerrar los ojos para descansar la vista de tanta luz, a poder ser - es bastante necesario, también. El sonido ambiental no importa del todo. Con que no llegue a una intensidad tal que no se pueda oir lo que se piensa o no sea de una naturaleza realmente desagradable, es algo circunstancial. Quizás hace que las asociaciones de ideas vayan por un lado o por el otro, pero no es algo que busque estudiar ni que me interese controlar.

Creo que no me dejo ningún ingrediente. Y así estoy ahora: en un banco, manteniendo los ojos cerrados permitiéndome un vistazo al mundo exterior cuando necesito alguna nueva idea por la que empezar o cuando me atasco, notando cómo me baña el sol la cara. Lo bueno de hoy es que hay una brisa algo fría que, junto con el sol, se convierte en una especie de dulzura de seda templada sobre la piel. Y abatido, también lo estoy. Así que hago la fotosíntesis, o lo intento. Consiste en observar o escuchar con atención durante un rato hasta que te surja un pensamiento en la cabeza. No suele costar mucho. Después, cierras los ojos y vas dejando que los pensamientos vayan de un lado para otro. Aquí es donde entra en juego el sol: el leve resplandor que ves pese a tener los ojos cerrados y el calor sobre tu piel te aportan una especie de positivismo que hace que puedas transformar ese abatimiento (que suele ser emocional o intelectual) en energías renovadas.

Pero hoy llevo aquí ya bastante rato y nada. ¿De qué era mi abatimiento? Ah, sí. Resulta que muchos esperan de mí que tenga facilidad para lo surrealista y, sin embargo, llevo días pasándome horas y horas intentando escribir algo surrealista y es que no puedo. No sé de dónde se sacará la gente que tengo que tener facilidad para ello: si será por mi formación, por mi sentido del humor o por mi fijación por escoger las acepciones de las palabras que no cuadran con el contexto dado por mera diversión. Pero la verdad es que claramente se equivocan. Abro los ojos. Por ejemplo, ahí está ese chaval caminando tranquilamente. Sería surrealista que de repente empezara a levitar, muy paulatinamente, como si el suelo se fuera inclinando pero siguiera en el mismo sitio y lo que estuviera haciendo fuera caminar por el aire. Sí, sería surrealista. Habría que pensar si esa capacidad es propia del individuo en cuestión o es algo que podamos aprender todos, que sea potencial en todos, si es adquirido o innato, si el individuo lo provoca o lo sufre,...

Cabría considerar la posibilidad de que fuera algo que sólo se da en este instante, lugar e individuo. Pero eso querría decir que esos valores concretos de los tres parametros existenciales de los que hablamos son especiales y distintos de los demás. Y eso nos lleva a que son el principio de algo, el final de algo o un pliegue o roto en la tela cósmica que se teje infinitamente (o no) de la que formamos parte. De la que todo forma parte. En este caso, el hecho de que el chico levitara creo que sería lo que menos nos debería impresionar, pues seguro que nos esperarían todo tipo de experiencias que contradijeran nuestra lógica (la lógica de un tramado tejido según unas normas, que desaparece cuando hay una anomalía en el lienzo). Sería tan inimaginable (si es que existen grados de inimaginabilidad) lo que se nos estaría viniendo encima que no podría plasmarlo de forma alguna.

En cambio, si el levitar fuera algo de lo que todos somos capaces en potencia, habría que describir (y por tanto encontrar) las aptitudes y actitudes necesarias. No podría simplemente decir que el chico levita y que es él quien ha aprendido. Y decir que todos podríamos aprender. Necesitaría quizá aprender para poder comprenderlo en su totalidad. Esto implicaría parar al chico, sacarlo de su trance ascendente (¿transcendente?) para hacerle preguntas, cosa que probablemente haría que no se pudiera repetir. Y entonces, en este caso, tampoco sería capaz de escribir sobre ello.

¿Qué me quedaría hacer? Escribir “He abierto los ojos y he visto como un chico empezaba a levitar. Él los tenía también abiertos, no era algo tan místico como para que los tuviera cerrados o desprendieran luz, tal y como se suele esperar de alguien levitando. Sin embargo, había algo en su pestañeo que sugería que el ritmo al que fluía el tiempo sufría cierta deformación en la curva que la exitencia actual de aquel chico estaba describiendo. Un leve peso de lentitud en el juntar y separar otra vez los párpados que hacía que uno repitiera el gesto para constatar que no era el mismo tempo el que seguía la curva propia.” Y, ¿a qué me podría llevar esto, más allá de describir el hecho? Con seguridad, a muchas cosas. Pero mi cerebro estaría preguntándose millones de cosas sobre el levitar del chico y cualquier cosa que viniera después sería tan después que quizá ya no tendría sentido escribirla.

Hay veces, muy pocas, pero las hay, en que pese a que todos los factores necesarios estén presentes, no soy capaz de hacer la fotosíntesis. En esos momentos, lo mejor es levantarse e irse. Quizá algún día el mal humor que se acumula en esas pocas ocasiones me haga levitar. No lo creo. Más bien podría levitar después de haber hecho la fotosíntesis por unas horas, porque me siento leve (claro, de ahí la palabra), menos pesado. Pero no es ése el caso de hoy. Así que me levanto y me voy por donde he venido, mirando atentamente el suelo y dejando caer en él toda mi frustración, a ver si es suficiente esa fuerza para contrarrestar la gravedad de la Tierra con la del fruncimiendo de mi entrecejo y pensamientos.

- Perdone, ¿me puede dar la hora, por favor?
- Oh, claro. Pero antes, ¿puede usted masticar un poco de luz y dármela a mí para que me sea más fácil digerirla? O enseñarme a levitar, eso estaría mejor - el chico, tras mantener un par de segundos los ojos muy abiertos, se alejó -. Como si el tiempo fuera algo que se puede dar: "Tome, las cinco y veintisiete minutos de esta tarde de martes para usted. Oh, no, no, no hay de qué". Y es de mí de quien se espera que escriba surrealismo. En fin...

viernes, 5 de abril de 2013

Arte

De joven me enloquecían las canciones cuyos personajes eran llamados con un Mister, Miss o similar y un nombre o adjetivo que sintetizara su personalidad o diera cuenta de aquello por lo que se les escribía una canción. Me sobrecogía la capacidad de síntesis de los músicos de aquellos tiempos y la fuerza que encerraban aquellos apodos. Descubrí que en la literatura, el cine y la televisión también abundaban y me dediqué a estudiarlos. Observé que en las relaciones sociales también eran utilizados, siempre con fines extremos: muy aduladores o de un sarcasmo con pH elevadísimo. En pocos años acabé conociéndolos muy a fondo: estructura - esto es lo más sencillo, ya la he explicado al principio -, tono, intenciones, posibles omisiones, grado de generalidad, color, nivel de salivación al pronunciarlos, fluidez de dicha segregación, sonoridad en los diferentes tipos de iglesia, relación entre fonética y sabor, textura,... Y como todos los estudiosos del arte, también intentaba convertirme a mí mismo en uno de esos artistas a los que tanto conocía. Así que dedicaba mis ratos libres a otorgar este tipo de apodos a las personas. A veces eran personas muy cercanas a mí, a las que conocía muy bien. Gente con quien compartía parte de las rutinas muy frecuentemente. Personajes imaginarios, pero esto sólo cuando estaba en la ducha. Nunca compartía los apodos, claro está. Y mucho menos con los apodados. Era algo que no salía de mi cabeza. Los inventaba, los sometía a todo el estudio que sabía hacer de ellos y, tras las horas de juego y escalada que esto requería, los dejaba reposar por unos días, encuentros, semanas, cortes de pelo o años. Los dejaba reposar para después retomarlos, deshacer los apodos (las personas) en diminutos añicos y volver a montar los adjetivos o nombres que irían detrás del Don o Doña, Miss o Mister, Monsieur o Mademoiselle. Normalmente no coincidía con el apodo anteriormente desmenuzado, hasta que encontraba el apodo ideal para aquella persona. Y en este caso, aunque repitiera el proceso de redestrucción y montaje, obtenía siempre el mismo. El primero con el que me pasó fue Doña Flor. Lo recuerdo perfectamente, fue para mi primera novia, con la que estuve cerca de tres primaveras y un junio algo destartalado. Cuando ella decidió acabar la relación, mi orgullo herido y la tristeza en que me sumió alimentaron a mi artista en potencia y comencé a practicar el arte del apodo. Recuerdo que ideé muchos para ella. Casi todos llenos de odio. No era odio hacia ella, quizá fuera frustración o simplemente la necesidad ancestral de tener mi pataleta sentimental. Sin embargo, en forma de apodo, se convertía en puro odio. Años después, me la crucé por la ciudad - estaba de visita a su familia, pues se había ido a estudiar al extranjero meses después de la ruptura - y su belleza me dejó perplejo. Dios mío, estaba tremendamente preciosa. No la recordaba tan bonita. También su perfume duró unos días incrustado en mi cerebro taladrándolo de placer olfativo. Y entonces, ya pasado el berrinche inicial, ese perfume y recuerdo visual casi mágicos se convirtieron en Doña Flor. Un apodo que representaba su esplendor y encerraba a su vez la realidad que viví en nuestros tiempos de novios: "me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere". Qué buen sabor de apodo. Qué contundencia. Y no hablemos de lo bien que sonaba en las iglesias góticas del sur del país, entre cantado líricamente y gritado, entre un mi mezzo forte de tenor y un "¡la cena!" de madre. Sí, fue una buena obra. Interesante. He creado pocas como ésta, con tanta frescura y tan clásicas a la vez. Tuve una época en que me dio por intentar innovar. Todos los artistas la tienen. Bueno, todos deberían, a mi parecer. En esa época acostumbraba a inventar apodos en que la segunda parte no eran palabras reales (o al menos no lo eran en ningún idioma que yo dominara, claro). Buscaba las características sin el significado. Llegué incluso a obsesionarme y a veces pasaba horas divagando por mis pensamientos contorsionando el rostro cada vez que aparecía alguna palabra conocida entre ellos. Pero claro, eso fueron aires de grandeza de la juventud, que uno se cree que va a descubrir algo que los mayores genios de este arte no han descubierto antes. Siempre he sido muy honesto conmigo mismo como artista. Incluso hice lo que muchos otros no hicieron: creé un apodo para mí mismo. El equivalente a un autorretrato. No fue difícil: Mister Misters. Ése era yo, ésa era mi vida. Durante décadas me ha parecido tan obvio que no he llegado a redestruirlo más de dos o tres veces. Pero hace unos días, encontré un grave error en todo esto. El apodo sintetiza un cierto conjunto de características de un personaje de forma que se pueda comprender la intención que se tiene al hacerlo.  En mi caso, nadie más sabía de mi afición por este arte. Era algo totalmente interno, por lo que si alguien supiera que ése era mi apodo, no podría comprenderlo ni interpretarlo de una forma cercana a lo que encerraban esos dos vocablos. Recordé mis inicios en el arte del apodo: las canciones. Allí todos podíamos entender los rasgos que el artista plasmaba. Entonces, yo no podía ser Mister Misters, era un apodo vacío. Sintentizaba mi vida, pero era totalmente vacío en cuanto a valor artístico. Pero no podía encontrar nada que me describiera mejor. Fue así como entendí que el arte al que había dedicado toda mi vida, en el que me había volcado día y noche, era un arte cruel si se practicaba aislándolo del resto, como era mi caso. Sólo me tranquilizó darme cuenta de que al no haber hecho pública ninguna de mis obras, la única persona que había sentido tal crueldad era yo. Ahora mismo, en lo que creo que es mi último juego de sábanas, estoy contento, pese a todo. Al fin y al cabo, he descubierto algo sobre dicho arte que nadie antes había descubierto o dejado constancia de ello. No he defraudado a aquel joven con aires de grandeza que fui. 

martes, 2 de abril de 2013

La belleza tímida


La belleza tímida siempre me recuerda a los niños. Será porque la timidez me parece algo inocente que la madurez aniquila o deforma. Los niños - y los poetas, entre otros - se sorprenden de aquellas cosas que la costumbre y el cansancio de ser no nos dejan apreciar. Quizá es más bien esto lo que me hace relacionar la belleza tímida con los niños. Y con los poetas, visto así. Es algo natural para nuestros sentidos o razón, algo que tiene que ser así.  Algo que debe ser así. Sin embargo, en algún momento apreciamos la belleza de su sinceridad y sencillez y entonces no podemos apartar los ojos u olfato, paladar o tacto, oído o pensamiento de ellas. Nos sorprende tal belleza. Y sonreímos, y nos sonríe. Como si se tratara de un guiño simpático que nos hace el universo, en su forma infantil, mientras juega a las canicas con los astros o átomos y ve de reojo que nos ha vuelto a coger desprevenidos. Gran juego, las canicas.

Si pienso en ejemplos, la fotografía es el primero que se me ocurre. No me extraña, somos principalmente visuales. La no paisajística tiene como máxima aspiración conseguir este tipo de belleza. Al menos, eso es lo que me parece a mí que hacen los fotógrafos. También ellos son poetas en cierto modo. También son niños. En música, se dan los dos extremos: la belleza tímida y la belleza extrovertida. Más que extrovertida, a veces es belleza exclamada. Erik Satie tocaba el piano mientras veía - se imaginaba - las canicas rodar. Beethoven comprendía la gravedad del asunto, entendía los movimientos, iba más allá del juego y la física, hasta convertir al niño en un profundo adulto. Y las cuerdas y vientos rugían belleza bajo su dirección. Debussy deambulaba de un lado para otro, a veces coloreando las canicas y otras buscando electrones perdidos para reconstruir el Big Bang. La música actual, como la fotografía y al parecer el curso de las artes hoy en día, parece buscar también la timidez en la belleza, o la belleza en la timidez. Se sirve de la intimidad para hacerlo.

La mayoría de las veces es así como se encuentra la belleza tímida. A solas, aislada, mirando muy de cerca o escuchando los silencios entre notas tranquilas. En un poema tan corto de letras que parece vacío - precisamente en esos vacíos -. Otras veces, sin embargo, y éstas son las que más me hacen disfrutar, uno la reconoce cuando de entre los rugidos de las demás bellezas surge un estar - que no es voz, palabra, no reclama el reconocimiento de ser belleza - natural, discreto y tranquilo que ensordece. O más bien enmudece. Con una rotundidad únicamente alcanzable desde la timidez, una rotundidad infantil. De repende, su silencio es el único sonido que te llega. Y sonríes, y el niño te sonríe y lanza símbolos contra símbolos observando cómo saltan chispas - teoremas - y configuraciones - ideas, intuiciones -.

No se puede decidir si son más bellas las canicas o la gravedad. No creo que sea necesario. Son diferentes y la misma cosa a la vez. Belleza, al fin y al cabo. La diferencia es la voz. Si te cruzas con una sinfonía de Beethoven, te inundará su "¡YO SOY TODO BELLEZA!" como respuesta a una pregunta que no has tenido tiempo de hacer. En cambio, si te encuentras con una belleza tímida, como ella o la distribución de colores - observada a un suspiro de distancia - de la arena de la playa, deberás interrogarla intensamente para obtener respuesta. "Yo soy...", dirá con cara de niño que estaba demasiado distraído como para saber qué había preguntado el maestro, "...todo...", buscando una salvación de pista en la pizarra y en la mirada de los compañeros que han sabido responder, "...¿yo?", dirá finalmente sonriendo con cara de haber dicho algo tan natural y sencillo que no parece una respuesta: "Yo soy todo yo, yo soy".