miércoles, 29 de mayo de 2013

Las rutinas

A Sophie Hinault le gusta levantarse con tiempo de sobras por la mañana. No le gusta batallar contra el reloj. A los demás nos parecerá tremendamente excesivo, pero para ella es necesario. Suena el despertador y se toma su tiempo en la cama. Primero da alguna que otra vuelta, como revolcándose en su acurrucado calor y ensoñación. Después se estira – emitiendo algún que otro sonido, claro – a conciencia según le pida el cuerpo. Teniendo en cuenta que es una mujer bastante alta, tiene cama suficiente para estirarse de las formas y en las direcciones que desee. Desde aquel día en que se dio un golpe en el codo con el filo de la mesita de noche decidió prescindir de ésta, y también alejó la cama de las paredes, así que goza de libertad total para sus coreografías matutinas.

Se levanta siempre con el pie izquierdo, en parte porque es el primer pie que topa con el suelo – según la dinámica con que se sienta en la cama y la zona en que lo hace – y en parte porque sabe que es capaz de enderezar sus días y es su forma de desafiar al transcurso de todo. Se enfunda sus zapatillas con forma de oveja y sonríe. Se las regalaron sus compañeros en uno de los cumpleaños que pasó en la facultad, era todo un guiño cariñoso por no haber entendido un chiste sobre ovejas y matemáticas hasta que se lo desgranaron delante de las narices. Se pone en pie y se dirige al baño sin encender las luces. Es de suponer que ya tiene los ojos abiertos y se han acostumbrado a la poca claridad de la casa a esas horas, pero no sé en qué momento los ha abierto. 

Unos minutos después de salir de su habitación está entrando en la ducha. No debería hablar de minutos, por respeto a la naturaleza de los hechos. Así que lo mejor es decir que volvemos a encontrarnos con el ritmo de su ceremonia cuando el pijama está sobre la tapa del váter, las zapatillas dispuestas de forma que al salir a la alfombrilla y secarse se las vuelva a poner en un único y sencillo paso hacia delante y ella desnuda, sobre la alfombrilla, probando el agua con la mano. Cuando la temperatura es idónea, se asegura de mojar bien todo el plato de ducha: no le gusta entrar y que esté frío. Entra y se coloca bajo el chorro. La ducha es un lugar para decidir, organizar, resolver. A veces se sorprende a sí misma no recordando si se ha enjabonado y enjuagado ya o todavía no lo ha hecho. Nada más notar el agua por su cara, empieza el baile en su cabeza. Las cosas del trabajo, lo cotidiano, los proyectos de futuro, la lista de la compra, sueños, relaciones. Todo y nada puede ser lo que la ocupe dentro de la ducha.

Sale, se seca y da un paso hasta estar en sus cálidas y suaves zapatillas. Como el agua de la ciudad tiene un sabor que no le acaba de hacer gracia, siempre se lava los dientes al salir de la ducha. Sobretodo por las mañanas, que las horas de sueño se le han quedado marcadas en las papilas gustativas de la misma forma que se marcan las arrugas y dobleces de la sábana de abajo en la piel.

Moja un poco el cepillo con la pasta de dientes ya servida y se mira en el espejo. No ve nada más que vaho, por el tiempo que ha estado en la ducha y la temperatura a la que regula el agua. Pero aún así, mira al espejo. La rugosidad del vapor condensándose sobre el frío espejo y la formación y recorrido de las gotas sobre éste siempre la hipnotiza. Entonces su cerebro se yergue para una de sus partes preferidas del día. Sophie no sabe mucho sobre física, pero observar el espejo la lleva a pensar en cómo se podría modelizar todo ese sistema de temperaturas, superficies, vapores, gotas, surcos y destinos que tienen que ver con lo que tiene ante sí. Al fin y al cabo, todo acaba siendo matemáticas, pese a que haya propiedades físicas que no conozca y sean absolutamente necesarias para su propósito. Le gustaría ser capaz de llegar a las ecuaciones y teoremas que configuren todo lo que la rodea ahora mismo. Poder programar algún método numérico – no confía en que exista una forma de encontrar las soluciones analíticas – que, tomando datos de millones de sensores dispuestos por todo el baño, calculara el lugar en que se va a formar la primera gota – y las que la seguirían – y el camino y alianzas con que se precipitará al filo de abajo del espejo. Enumera los factores que pueden influir en su cabeza. No sigue ningún orden o jerarquía. Va pensando en todo lo que tendría que tener en cuenta para poder construir su modelo predictivo. ¡Es tan complejo! Incluso tendría que tener en cuenta cada uno de sus movimientos y todas las corrientes de aire que pudiera haber (incluyendo su propia respiración), que obligarían al programa a ir recalculando las predicciones tras actualizar – segundo a segundo o recepción a recepción, para no romper la atemporalidad cotidiana de Sophie – todos los datos. Le llevaría muchísimo tiempo, conocimientos nuevos y pruebas y error de la modelización. Datos experimentales. Ayuda de otros colegas. Quizá años o incluso algún discípulo en su vejez para rematarlo todo. Si es que se puede rematar. Y no cree que tuviera ninguna utilidad. Pero lo desea con todas sus ganas. Escupe, se enjuaga, limpia el cepillo y lo deja en su sitio.

Sí, es una buena explicación para la placidez de rostro y la impecable higiene bucal con que ha venido a visitarme.


- Señorita Hinault – digo mientras suelto el instrumental y aparto la luz –, ya estamos. Unos días de molestias y cambio en la rutina alimentaria y se podrá usted olvidar por completo de los problemas que le daba la endemoniada muela del juicio.

domingo, 12 de mayo de 2013

HEART BEAT


Llevo un buen rato en una de esas máquinas del gimnasio en las que corres pero no es correr exactamente lo que haces. No sé cuánto. Como siempre, con la toalla cubro la parte donde está el marcador que cuenta el tiempo objetivo que llevo apretando las plataformas bajo mis pies. El resto de números no me dicen mucho: 3.25, 2.80, 0. Cero. Llevo un rato observando el tranquilo estar de ese cero. Justo encima, acusativa, una pequeña inscripción reza HEART BEAT. Compruebo que las manos están colocadas de forma correcta en las placas metálicas destinadas a captar la frecuencia con que los golpes de sangre bombeados desde mi corazón entran en el callejón sin salida que suponen mis dedos, tocan la pared y vuelven corriendo a su origen para entregar el relevo. Están bien colocadas. Espero por si la máquina está recopilando información y calculando para estimar mi pulso ahora que me he asegurado de estar haciendo bien la parte que me corresponde. Nada. El cero sigue ahí. Y al lado, un estúpido corazón hecho de puntitos rojos de luz (como los números), que parpadea. Sólo falta eso: parpadea al lado del número que indica que el mío no se está moviendo lo más mínimo.

Sigo mirando fijamente la pantallita donde el corazón baila y el número afirma con contundencia. No paro la actividad que estoy realizando ni hago ningún aspaviento porque no me sorprende lo más mínimo.  Hace ya tiempo que debo haber muerto. Sigo merodeando y habitando un mundo similar al de cuando estaba vivo. Todos los detalles están dispuestos para que no note la diferencia. Pero parece ser que el ente que me mantiene aquí, viviendo en el engaño (¿viviendo?), ha cometido dos deslices. El primero, el que acabo de descubrir: no me late el corazón. Parece ser que respiro e incluso sudo. El tío es bueno. Pero lo del corazón es un error demasiado grave. El segundo desliz es algo menos concreto y físico, pero ya lo había notado hace tiempo: la desgana, la falta de ánimo. Vivo sin motivaciones. ¿Vivo? Habito. Basta. Habito sin motivaciones. Sin ganas de nada ni en particular ni en general. Simplemente sigo una serie de costumbres no muy compleja que me aporta leves sensaciones de estar haciendo algo y tener un rumbo. Pero no hay ni rumbo ni sensaciones. Es todo un gran vacío. Como el interior del cero o la oquedad visual y dinámica que deja el estúpido corazón en la fracción de segundo en que las lucecitas que lo componen están apagadas.

Ahora todo me parece irreal. Levanto la mirada y observo a los demás. ¿Serán vivos? ¿Estarán en la misma situación que yo? No lo creo, pero no tengo forma de averiguarlo. Decido que están vivos, me parece más optimista por ellos y nunca me ha faltado optimismo para con los demás. Así también me resulta más fácil seguir a lo mío. Vuelvo al cero y al corazón acusador. Su naturaleza y la mía, ahora mismo, deben ser muy similares. Un pie, luego el otro. Encendido, apagado. Y las manos, quietas sobre las placas que toman el pulso. Fijas como el cero, unidas a él por la falta de impulsos que hay entre ellos. Si éste es el eterno retorno del que hablaba Nietzsche, esto es lo que me espera para toda la et...

- Perdone, debe salir, vamos a cerrar.
- Pero, ¿es que me puedes ver? - la cara de la joven recepcionista acaba de descubrir zonas de movilidad que desconocía y los ojos muestran la sorpresa con que lo ha recibido el cerebro.
- Eh... Claro, ¿por qué no iba a verlo?
- Es que estoy muerto - ya he parado de correr pero sin ser correr. Señalo con un gesto que denota obviedad el cero y el corazón palpitante. La chica tarda un tiempo en decidir si seguir hablando o salir corriendo. Finalmente, recuerda la respuesta y decide que lo importante es el orden en que hacerlo.
- Ah, eso lleva estropeado unas semanas. Creo que está usted vivo. Pruebe en esa otra máquina para comprobarlo, pero no esté mucho tiempo, cerraremos en cinco minutos.

Y se aleja. Sigo su consejo y aguanto la compostura hasta salir a la calle y girar la esquina. Después de todo, parece que fuera a perder la dignidad si rompía a carcajadas o a llorar allí dentro. Así que, ahora que estoy fuera, me digno a dejar que mi vida se salga en forma de sollozos y arritmias violentas en las respiración, de risas y el sabor salado de las lágrimas. Todo ello con el cansancio, que parece que se había escondido en los circuitos corrompidos del pulsómetro de la máquina y ahora me ha abordado de golpe.