domingo, 12 de mayo de 2013

HEART BEAT


Llevo un buen rato en una de esas máquinas del gimnasio en las que corres pero no es correr exactamente lo que haces. No sé cuánto. Como siempre, con la toalla cubro la parte donde está el marcador que cuenta el tiempo objetivo que llevo apretando las plataformas bajo mis pies. El resto de números no me dicen mucho: 3.25, 2.80, 0. Cero. Llevo un rato observando el tranquilo estar de ese cero. Justo encima, acusativa, una pequeña inscripción reza HEART BEAT. Compruebo que las manos están colocadas de forma correcta en las placas metálicas destinadas a captar la frecuencia con que los golpes de sangre bombeados desde mi corazón entran en el callejón sin salida que suponen mis dedos, tocan la pared y vuelven corriendo a su origen para entregar el relevo. Están bien colocadas. Espero por si la máquina está recopilando información y calculando para estimar mi pulso ahora que me he asegurado de estar haciendo bien la parte que me corresponde. Nada. El cero sigue ahí. Y al lado, un estúpido corazón hecho de puntitos rojos de luz (como los números), que parpadea. Sólo falta eso: parpadea al lado del número que indica que el mío no se está moviendo lo más mínimo.

Sigo mirando fijamente la pantallita donde el corazón baila y el número afirma con contundencia. No paro la actividad que estoy realizando ni hago ningún aspaviento porque no me sorprende lo más mínimo.  Hace ya tiempo que debo haber muerto. Sigo merodeando y habitando un mundo similar al de cuando estaba vivo. Todos los detalles están dispuestos para que no note la diferencia. Pero parece ser que el ente que me mantiene aquí, viviendo en el engaño (¿viviendo?), ha cometido dos deslices. El primero, el que acabo de descubrir: no me late el corazón. Parece ser que respiro e incluso sudo. El tío es bueno. Pero lo del corazón es un error demasiado grave. El segundo desliz es algo menos concreto y físico, pero ya lo había notado hace tiempo: la desgana, la falta de ánimo. Vivo sin motivaciones. ¿Vivo? Habito. Basta. Habito sin motivaciones. Sin ganas de nada ni en particular ni en general. Simplemente sigo una serie de costumbres no muy compleja que me aporta leves sensaciones de estar haciendo algo y tener un rumbo. Pero no hay ni rumbo ni sensaciones. Es todo un gran vacío. Como el interior del cero o la oquedad visual y dinámica que deja el estúpido corazón en la fracción de segundo en que las lucecitas que lo componen están apagadas.

Ahora todo me parece irreal. Levanto la mirada y observo a los demás. ¿Serán vivos? ¿Estarán en la misma situación que yo? No lo creo, pero no tengo forma de averiguarlo. Decido que están vivos, me parece más optimista por ellos y nunca me ha faltado optimismo para con los demás. Así también me resulta más fácil seguir a lo mío. Vuelvo al cero y al corazón acusador. Su naturaleza y la mía, ahora mismo, deben ser muy similares. Un pie, luego el otro. Encendido, apagado. Y las manos, quietas sobre las placas que toman el pulso. Fijas como el cero, unidas a él por la falta de impulsos que hay entre ellos. Si éste es el eterno retorno del que hablaba Nietzsche, esto es lo que me espera para toda la et...

- Perdone, debe salir, vamos a cerrar.
- Pero, ¿es que me puedes ver? - la cara de la joven recepcionista acaba de descubrir zonas de movilidad que desconocía y los ojos muestran la sorpresa con que lo ha recibido el cerebro.
- Eh... Claro, ¿por qué no iba a verlo?
- Es que estoy muerto - ya he parado de correr pero sin ser correr. Señalo con un gesto que denota obviedad el cero y el corazón palpitante. La chica tarda un tiempo en decidir si seguir hablando o salir corriendo. Finalmente, recuerda la respuesta y decide que lo importante es el orden en que hacerlo.
- Ah, eso lleva estropeado unas semanas. Creo que está usted vivo. Pruebe en esa otra máquina para comprobarlo, pero no esté mucho tiempo, cerraremos en cinco minutos.

Y se aleja. Sigo su consejo y aguanto la compostura hasta salir a la calle y girar la esquina. Después de todo, parece que fuera a perder la dignidad si rompía a carcajadas o a llorar allí dentro. Así que, ahora que estoy fuera, me digno a dejar que mi vida se salga en forma de sollozos y arritmias violentas en las respiración, de risas y el sabor salado de las lágrimas. Todo ello con el cansancio, que parece que se había escondido en los circuitos corrompidos del pulsómetro de la máquina y ahora me ha abordado de golpe.

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